Thursday, July 2, 2020

Las Otras Invasiones De Inglaterra (II)


El fracaso de los intentos de conquistar Inglaterra (como el de la Armada Invencible o la batalla de Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial) ha contribuido al mito de que la insularidad británica constituye una defensa infranqueable para los ejércitos enemigos desde la invasión normanda de Guillermo el Conquistador en 1066, última vez en que una fuerza extranjera tuvo éxito en la conquista de Inglaterra. Sin embargo, durante los siglos XIV y XV hasta en cuatro ocasiones se produjeron desembarcos desde el continente que buscaban y lograron deponer al ocupante del trono inglés, si bien es cierto que en algún caso contaron con ayuda interna. Y una quinta invasión dominó buena parte del país y se instaló en Londres aunque finalmente fracasó. Esta es la historia de «las otras invasiones de Inglaterra».
Entrada anterior: Las otras invasiones de Inglaterra (I)
II.- 1326: Isabel, la Loba de Francia, contra Eduardo II.
El reinado de Eduardo II de Inglaterra había igualado en su desastroso desarrollo al de su abuelo Juan sin Tierra. Había puesto el gobierno en manos de sus favoritos (y según muchos, amantes) Piers Gaveston primero, y Hugh Despenser después, a los que colmó de bienes y de honores. Esto le había hecho ganarse la enemistad de los principales barones del país (algunos de los cuales fueron encarcelados o huyeron del país para evitarlo o tras escapar de la prisión) y se había generalizado la costumbre de ejecutar a los enemigos de cada bando sin proceso alguno o tras simulacros de juicios, siendo las principales víctimas por un lado el propio Gaveston y por el otro el primo del rey, Tomás de Lancaster. A ello se sumaba la dolorosa derrota sufrida contra los escoceses de Robert the Bruce en Bannockburn en 1314, más simbólica si cabe si el rey derrotado era el hijo del gran y terrible Eduardo I Longshanks.
[caption id="attachment_9573" align="alignleft" width="300"]AEF03B6D-AEFB-4DBF-BA15-614F5E2287F4Sophie Marceau como Isabel de Francia[/caption]
Entre los descontentos con la evolución del reinado de Eduardo II jugaba un papel destacadísimo su propia esposa, Isabel de Francia. No puedo dejar de aprovechar la ocasión para señalar que el papel que se le hace jugar a Isabel (interpretada por Sophie Marceau) en la película Braveheartno puede estar más alejado de la realidad. De entrada, en el período de mayor protagonismo de William Wallace (1297-1298), Isabel era una niña de cinco años; pero además, Wallace fue ejecutado en 1305, mientras que Isabel no puso pie en Inglaterra (no ya en Escocia) hasta 1308, tras contraer matrimonio con Eduardo II.
Fue precisamente el festín nupcial de la pareja el primer motivo de roces entre ellos. En la coronación de Eduardo e Isabel, Gaveston ocupaba un lugar de privilegio y el rey le concedió el gran honor de ser el encargado de portar la corona de Eduardo el Confesor. Y en el banquete de bodas eran los escudos de Eduardo y Gaveston los que estaban uno junto al otro, mientras el rey dedicaba toda la ceremonia a hablar y reír con su favorito ignorando a la novia.
Isabel estaba más que harta de las humillaciones padecidas a manos de su esposo, primero con Gaveston y luego con Despenser, de los recortes en su asignación (que le hicieron escribir a su hermano Carlos IV, rey de Francia, quejándose de que vivía como una sirvienta), y de que se le hubiese colocado entre su séquito a la mujer de Despenser para espiarla.
Cuando en 1326 Eduardo II envió a su esposa a negociar con su hermano el rey de Francia la paz, Isabel cumplió con su embajada consiguiendo una frágil tregua en Gascuña. Pero concluida la misma no retornó a Inglaterra (comprensiblemente no tenía deseos de volver a la indeseable vida que llevaba allí) sino que alargó su estancia en Francia mientras se discutía si Eduardo II debía viajar a Francia para rendir homenaje por Gascuña a Carlos IV de Francia.
El rey inglés ni podía dejar su reino ni quería humillarse a jurar al monarca francés como señor feudal. Como solución de compromiso se acordó que el príncipe de Gales Eduardo viajaría en lugar de su padre, recibiría los títulos de duque de Aquitania y Poitou que correspondían a Gascuña y prestaría en nombre propio el juramento al rey de Francia por tales títulos.
Desde su llegada a Francia, Isabel había estado en tratos con los señores ingleses que se habían asentado en el continente para huir de la tiranía de Eduardo II y Hugh Despenser. Su comunión de interés se vio reforzada cuando la reina se convirtió en amante del más prominente de los exiliados, Roger Mortimer, que meses antes había huido de su cautiverio en la Torre de Londres.
[caption id="attachment_9574" align="alignright" width="300"]5B3A5724-218A-4F02-9DB9-7D67123FF73BTorre de Londres[/caption]
Pero cualquier plan que tuviesen de volver a Inglaterra para combatir al rey y a su valido (que se había apropiado de todos los títulos y territorios de Mortimer) se veía frenado por la reina, que no quería poner en peligro a su hijo primogénito Eduardo, pensando que el rey pudiera usarlo para hacerla pagar por su traición.
Fue después de que el príncipe de Gales viajara al continente y completara la ceremonia de homenaje al rey de Francia, cuando Isabel se atrevió a contestar a los requerimientos de su esposo para que ella y su hijo regresaran a Inglaterra en una carta en la que decía:
El matrimonio es la unión de un hombre y una mujer para llevar una vida en común. Pero alguien se ha interpuesto entre mi esposo y yo tratando de romper el vínculo. Declaro que no volveré hasta que este intruso sea expulsado. Llevaré ropas de luto hasta verme libre de ese fariseo.
Cuando se enteró de la relación entre su esposa y Mortimer, Eduardo II convenció al papa para que instase a Carlos de Francia a dejar de consentir esta situación en su reino. El rey francés conminó a la pareja a dejar Francia, pero Mortimer ya había buscado acomodo para ellos en el condado de Henao donde se encontró una esposa para el joven heredero inglés y se dispuso todo lo necesario para invadir la isla.
El 24 de septiembre de 1326, una flota de noventa y seis barcos desembarcó en Inglaterra, llevando una pequeña fuerza de mil quinientos hombres, mercenarios alemanes y flamencos y la flor y nata del exilio inglés, todos ellos dirigidos por la reina y su amante Roger Mortimer (para entonces la pareja había aparecido abiertamente en público en diversos actos, por lo que la situación no era ningún secreto en Inglaterra). Les acompañaba el príncipe de Gales, que por entonces contaba trece años.
Eduardo II y Despenser se vieron sorprendidos, puesto que esperaban una invasión orquestada por Francia y desde Normandía, y no una pequeña fuerza desembarcando más al norte y procedente de Flandes. Además, años de gobierno tiránico, ejecuciones, expropiaciones y descontento general acabaron haciendo realidad el dicho de que quien siembra vientos recoge tempestades y esa pequeña fuerza invasora pronto se vio apoyada multitudinariamente dentro de la propia Inglaterra. Sobre todo cuando la propaganda que Mortimer e Isabel hicieron correr por todo el territorio indicaba que venían a salvar al reino y al propio rey de la perniciosa influencia de Despenser y que este era el verdadero objetivo que perseguían.
Mientras Eduardo y Hugh Despenser dejaban Londres y huían hacia Gales, donde trataron de armar un ejército para oponerse al implacable avance de Isabel y Mortimer, los leales al monarca pagaban con su vida el amotinamiento de los habitantes de las ciudades o tenían que huir para salvarse.
El 26 de octubre de 1326 Mortimer tomaba el castillo de Bristol, donde el padre del favorito del rey se hallaba refugiado. Este fue ejecutado sumariamente mientras Eduardo y Hugh Despenser el Joven trataban de huir a Irlanda, pero las malas condiciones del mar les obligaron a volver a refugiarse en Gales.
Este movimiento del rey hizo que Isabel y Mortimer pusieran las cartas boca arriba respecto de cuáles eran sus intenciones sobre el futuro del reino si la invasión triunfaba. Publicaron una proclama en Bristol, suscrita por todos los grandes señores y eclesiásticos del reino (incluidos los dos hermanastros del rey, hijos del segundo matrimonio de Eduardo I), en la que hacían saber que, por acuerdo de la comunidad del reino, y dado que el monarca había abandonado el país, se le desposeía de su autoridad y su hijo Eduardo, príncipe de Gales y duque de Aquitania, asumía el gobierno como regente de Inglaterra. El 26 de octubre de 1326, a sus catorce años, y bajo el estricto control de Isabel y Mortimer, Eduardo asumió sus nuevas responsabilidades.
Entretanto, abandonados por casi todos sus seguidores y perseguidos por una partida encabezada por el conde de Lancaster, el rey y su valido huían desesperadamente de castillo en castillo y de abadía en abadía, hasta que inevitablemente fueron detenidos. En Hereford, en noviembre de 1326, en una parodia de juicio Despenser fue considerado culpable de alta traición y ejecutado.
Pero Eduardo II no podía correr igual suerte. Era un rey coronado en la abadía de Westminster y estaba rodeado del aura sagrada que se atribuía a los monarcas medievales. Además, todo el sistema legal y de gobierno inglés descansaba en la existencia de un monarca como cabeza visible del país. Todavía faltaba mucho para llegar a los tiempos en los que, en 1649, los ingleses se atreverían a juzgar y condenar a muerte a un rey. Pero también era evidente que las heridas abiertas durante el reinado de Eduardo II y su manifiesta incapacidad para gobernar hacían imposible que esta rebelión terminara, simplemente, con Despenser ejecutado y el monarca repuesto en el trono. Y desde luego ni Isabel de Francia ni Roger Mortimer estaban dispuestos a correr el riesgo de sufrir la venganza de un despechado Eduardo II si este recuperaba el poder.
Tampoco estaba Inglaterra madura para plantearse dar el paso de deponer a un rey, pues no quedaba claro en absoluto quién podía tener autoridad para hacerlo (estaba muy arraigado el concepto de la intervención del designio divino en la institución de la monarquía y en la elección de sus representantes) y las consecuencias que este precedente podía traer. La única opción viable era convencer a Eduardo II para que fuera él mismo quien diera el paso de renunciar a la Corona, abdicando y cediendo el trono a su hijo. Tampoco iba a resultar fácil que él admitiese esta solución.
Se convocó una reunión del parlamento en enero de 1327 donde los principales eclesiásticos del reino (el último en hablar fue el arzobispo de Canterbury) leyeron preceptos bíblicos condenando a los malos gobernantes y a los culpables de sodomía (para entonces Mortimer e Isabel se habían preocupado de extender las habladurías sobre la relación entre Eduardo y Despenser). Canterbury concluyó presentando al pueblo al príncipe de Gales e instándoles a que juraran protegerle a él y sus derechos.
Mientras tanto, Eduardo estaba preso en Kenilworth. Una delegación de veinticuatro nobles y obispos fue enviada para tratar de convencer al rey de que abdicara en su hijo. El monarca se negó, pero ante la amenaza de que sería depuesto y de que el rey elegido para sustituirle no llevaría la sangre de los Plantagenet, finalmente, el 24 de enero de 1327, comunicó al país que renunciaba oficialmente en favor de su hijo.
Pero si los pasos para destronar a un rey habían constituido un difícil y desconocido camino para la Inglaterra del siglo XIV, el cómo lidiar con un antiguo rey que se había visto forzado a abdicar era una situación más complicada y desconocida aún. Cautivo en diferentes castillos, era un objetivo muy goloso para convertirse en el banderín de enganche de los descontentos con el cariz que el gobierno de Mortimer iba adquiriendo.
[caption id="attachment_5603" align="alignleft" width="295"]img_2472Sepulcro de Eduardo II (Catedral de Gloucester)[/caption]
Hasta tres intentos se produjeron para liberar a Eduardo de Caernarfon (como era nuevamente conocido Eduardo II); uno mientras estaba en Kenilworth y dos en su último lugar de reclusión, el castillo de Berkeley. Fue precisamente allí donde moría el 23 de septiembre de 1327. Según la noticia que se hizo llegar a su hijo, su muerte fue por causas naturales. Sin embargo, pronto empezaron a correr los rumores de que había sido asesinado y que el responsable de dar la orden de matarlo era Roger Mortimer. Poco a poco se fueron añadiendo detalles macabros sobre la forma de su muerte que hacían alusión a un castigo simbólico y sangriento por su condición de sodomita (concretamente se decía que se le había introducido una barra de hierro al rojo vivo por el recto). Sea como sea, Eduardo II fue enterrado el 20 de diciembre de 1327 en Gloucester y se inició el reinado de su hijo Eduardo III.
Pero el nuevo rey era un ejemplo de la especie de ruleta rusa genética de la dinastía Plantagenet, que alternaba grandes y terribles monarcas con reyes débiles e influenciables. Eduardo III pertenecía al primer grupo. Con solo diecisiete años lideró un golpe de mano que tomó por asalto el castillo de Nottingham donde se encontraban Mortimer e Isabel. Mortimer fue hecho preso y ejecutado e Isabel apartada de la primera línea política (aunque luego volvió a ser usada con fines diplomáticos). Eduardo III gobernaría con mano firme Inglaterra durante los siguientes cuarenta y siete años y dio inició a la guerra de los Cien Años en la que él y sus descendientes reclamaron la corona de Francia.
Artículo publicado originalmente en el Número 13 de la revista Descubrir la Historia.
Imágenes| Archivo del autor.
Fuente| Daniel Fernández de Lis: Los Plantagenet

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